El vecino.

La verdad es que salgo poco. Tengo internet y algunos libros, aunque a los libros, hace tiempo que ni los toco, de tanto en tanto saco el polvo que se acumula sobre ellos, y siento pena. Una pena similar a la de los amantes que se dejan cuando aún hay promesas.

Internet lo uso bastante, es decir, siempre estoy conectado, es mi ventana al mundo, y tengo mis rachas, a veces veo películas, otras charlo con extraños y en los mejores días me detengo a leer historias. Pero no es de mi de quién quiero hablar, es de mi vecino.

Mi vecino es un tanto especial, al menos eso creo yo, aunque no conozco mucha gente. Si me pongo a pensar, hay ciertos días en que todas y cada uno de las personas que he conocido se me antojan especiales. Pero no es esa clase de particularidad medio rebuscada la que veo en mi vecino, no, él es una persona que estalla.

Estalla de alegría y la música de cumbia explota a cualquier hora, se sienten copas, risas, voces de mujeres algo desbordadas, y casi siempre, en medio, un largo silencio, después hay gritos; gritos que no termino de entender si son de alegría o de enojo, probablemente están mezclados.

La música pasa de estar altísima a ser apenas un susurro, y unas horas después vuelve. No tiene horarios, como dice mamá, puede empezar el día con una energía arrolladora a las cuatro de la mañana y al mediodía todo se calma y entra en su atardecer. Nunca me llamaron demasiado la atención sus explosiones en sí mismas, no, lo que despertó mi curiosidad fue el asunto de las pérdidas.

Porque pierde cosas, siempre pierde cosas. Ahora que mi conocimiento de sus asuntos, si bien algo lateral e incompleto, va trazando una lógica, he llegado a razonar que pierde cosas porque así es como paga sus estallidos de felicidad. Un día, o una noche, corrientemente tarde, se inunda el patio de mi casa con olores fuertes y penetrantes de perfumes, no un perfume, varios perfumes, bien distintos, casi como un holograma para el olfato que puedo dibujar en el aire.

La primera vez pensé que se le había caído un frasco al piso y de ahí era la intensidad del olor, pero no, porque no es uno solo como ya dije, y porque no puede ser tan torpe. Hay dos momentos para el perfume, algunas pocas horas antes del amanecer y al atardecer cuando se lo ve erguido en la vereda, vestido con ropas muy nuevas y una expresión radiante. Cuando lo veo , así de feliz, es un verdadero placer saludarlo, me gusta demorar mi sonrisa, me gusta asentir levemente con la cabeza y decirle “hola vecino” con una alegría que si soy sincero, no es mía, y vaya a saber uno de dónde viene.

Porque no hay una sola cosa en la escena que resista el menor análisis, y si fuera cualquier otra persona en la tierra lo más probable sería sentir un vivo rechazo, pero en él ese bienestar está más que justificado, hasta el sol que lo ilumina parece sonreír. Es el comenzó, ese bienestar.

Después se va en algún auto que siempre es distinto, con gente también distinta y vuelve bien tarde, cuando empieza la parte que más le conozco. En su casa usualmente hay mucha gente, pero nunca reconozco las voces, es decir, siempre son distintas, salvo una especie de charla con cierta dialéctica que se repite entre los días, en los que afirma algunos de sus principios, con el mismo interlocutor que apenas suelta alguna aprobación y cuanto mucho, un ejemplo.

Esa es la charla más personal que le he escuchado, pero es siempre la misma, si bien cambian algunos nombres, el asunto podría resumirse así, mi vecino es auténtico y él lo sabe, no le gusta la gente que habla por la espalda, le gusta que le digan las cosas en la cara, porque el también las dice en la cara, y esa forma de ser que siempre le ha traído problemas , inexorablemente, termina por darle tranquilidad, y cuando llega esa tranquilidad parece que los demás acaban por darse cuenta de lo equivocados que estuvieron al juzgarlo por las apariencias, al hablar a sus espaldas.

Ahí la charla sube de tono, se vuelve estridente, y ahí también aparecen otras voces que no se habían escuchado antes, que ríen fuerte, alguno incluso golpea supongo que una mesa, y alguien se llega hasta el equipo de música para poner algún casete. Digo algún casete, pero la verdad es que creo que tiene uno solo, con tres canciones que se repiten una y otra vez.

Aunque de las tres, una es la que más se escucha, es la historia de un hombre que sabe que hizo mal, que no debía engañar a su mujer, que le pide perdón de manera más o menos conmovedora, pero cerca del final asegura que no puede ser de otra manera, que lo que le sucede es más fuerte.

Yo no sé si no le habré agregado algunas de esas actitudes al vecino gratuitamente, pero algo lo lleva a escuchar esa canción una y otra vez. En fin, cuando termina la charla empieza la música, y los gritos esos que nunca descifro, gritos de mujer, de hombre , alguien que reta a un chiquito que jamás se escucha. Se sienten olores a comida, a salsa casi siempre, y a veces también a carne asada. Y hay movimiento, no me pregunten como lo percibo, pero sé que hay movimiento. Es un hervidero que dura una, dos, hasta tres horas, y después empiezan los silencios, los susurros, alternados con la canción que suena bien alto y sin ningún sonido más.

Mi vecino tenía cosas, televisor, equipo de música, teléfono, y muchas otras cosas, pero las fue perdiendo. El televisor no lo usaba mucho, al menos no se lo escuchaba casi, pero unas semanas atrás lo vi haciendo una changa (siempre hace changas de albañilería en el barrio) y cuando pasé cerca, el hombre de enfrente, para el que estaba trabajando me llamó aparte y me contó que le dio un televisor, viejo, que no agarra todos los canales, “pero que era mejor que nada porque el que él tenía ya no lo tiene más”. Con el equipo de música pasó lo mismo, me di cuenta porque el sonido era más chillón, agudo, muy distorsionado y la cinta patinaba un poco, ese no era su equipo, apenas si podía ser un radiograbador pequeño y en no muy buen estado además, con el que había reemplazado su equipo de música.

El teléfono igual, antes sonaba la campanilla casi igual a la mía y algunos instantes me quedaba esperando hasta escuchar el “hola” tan característico y animado y eso era todo, no se escuchaba una palabra más.

Pero hace tiempo que dejo de sonar ese teléfono, y apenas si se escuchan los sonidos de un celular indefinido que no termino de saber si es de él o de alguna de sus visitas.

Un día de la semana pasada salí de casa a algunas facturas, pero apenas pase por el frente de mi vecino ví sangre, no mucha, gotas, gotas de sangre seca que seguían, algo espaciadas, hasta la esquina.

Mamá averiguó la historia. Parece ser que el vecino estaba por empezar un trabajo para la Minina, la mujer del ferretero, y el pitbull ese espantoso que tienen ahí lo atacó salvajemente. Dicen que gritó como loco “¡sáquenmelo, sáquenmelo!” y que a los palazos, entre varios, finalmente lo pudieron separar. Ahí nomas salió corriendo, como escapándose, pero tratando de sostener la mano rota y sangrante con la otra mano, y se encerró en su casa, donde, casi desmayado, mandó a llamar al hermano para que lo lleve a curarse .

Y pensar que yo no escuché nada.

El hermano lo llevó al hospital y lo tuvieron cuatro días, hasta que con un vendaje enorme lo mandaron a la casa. La mano le quedó inutilizada.

Ayer estaba en la vereda, sorprendentemente pulcro y afeitado, yo traté de actuar natural, no soy muy bueno para estas cosas, y le dije “hola vecino”, aunque sin sonreír, pero casi involuntariamente, se me escapó la pregunta “¿y como anda?”

Entonces él se tomó un momento , y con una serenidad que yo no le conocía me dijo: “bien, dicen que ahora ya estoy bien”.