“Yo y vos lo sabemos. Estuve guardándome por años, en el silencio y la sombra. Estuve destilando aquello que me dejaron los años de indiferencia y abandono. Y nada impedí. Al principio, claro, entumecido por las cosas mundanas quería reaccionar, saltar como una víbora ante los dolores que reaparecían como postales del mundo gris y definitivamente perdido. Yo quería pelear, porque estaba educado para eso. Pero la pelea era desigual y, a fuerza de sinceridad, supe un buen día que las cosas tienen su lugar en el mundo cuando tienen que tenerlo y no soy yo quien las va a desdibujar como un sueño o un error. No, no se puede. Pero tus ojos…Tus ojos me atormentaban, la noche me atormentaba. El insomnio duro años, el malestar, y esa angustia que pegaba puntazos bravos.
Hasta la boca me había tomado, tenía ese gusto amargo que siempre había creído un estúpido cliché literario. Me dolía, la puta si me dolía. Y algún amigo me acerco aquello de “convivir con el dolor”, llevarlo conmigo, domesticarlo, no sé, acostumbrarme a no querer sacarlo a patadas, porque se me volvía más fiero. Y era un asunto bien fiero. Parecía perdido el sentido de las cosas, parecía que el ancla se había roto y seguiría dando vueltas entre olas sin poder…En fin. Aquello del amigo me ayudó, al menos un tiempo. Toda una revelación. Y me convertí en ese dolor que quería negar.
Pero este asunto de la identidad me estaba dejando al borde de la locura. Ya sabía que con la muerte de gente que alguna vez hemos tratado se van muchas cosas. Pero cuando supe que se perdía todo aquello que los años me acostumbraron a ser deseándote, entonces, entonces empecé a asustarme. Porque a fin de cuentas ¿qué era lo que quedaba de mi? La historia era historia y todo eso me había llevado a esperarte, a quererte, a necesitarte. Y ahora todo eso no era nada, nadie lo compartía, nadie más que vos, que nunca te atreviste a ponerlo en palabras, pero ni falta que hacía; vos, que ya no estabas conmigo, cerca mío quiero decir, el deseo todavía me traiciona. ¿Qué estaba quedando entonces de mí?”…
Y seguía, la carta seguía. Varias carillas, manuscritas, tinta negra, papel reciclado, sin sobre, prolijamente plegado, que habían aparecido esa mañana bajo la puerta, firmadas por un “ya sabes quién”.
Increíblemente ella no sabía quién.
¿Algún loco que con los años se fue desbaratando? ¿Alguno de la escuela o de la facultad que nunca tuvo una vida? La carta era francamente increíble. Así sus pensamientos siguieron un derrotero inevitable. Sus mudanzas, sus dos matrimonios, ¿cuándo fue que “la había perdido”? Toda clase de cosas se le cruzaban, porque, para mayor perplejidad, ella nunca había siquiera sospechado la existencia de tal amor. Si era amor y no una broma infame. Los hombres, los pocos hombres de su vida eran incapaces tanto de uno como de lo otro. Intrigada como nunca antes en sus cuarenta años, todo era distinto. Nacían hebras doradas desde sus húmedas entrañas que tocaban el cielo, donde suponía que solo había concisos carozos roídos recuerdos de lo que parecía otra vida. Claro que también hubo una leve sonrisa que valía más que mil carcajadas, una íntima alegría que no conocía y le ruborizaba el rostro con una tibia caricia de vaya a saber que ángeles desconocidos.
Entonces el timbre sonó. Ella tembló. La carta prometía una visita urgente. Si se pudiera parar el tiempo, éste era el momento que ella, con toda su alma y sin dudarlo ni un segundo, hubiese elegido eternizar. Pero no se puede, claro. El fantasma de la decepción apareció como una marea que fue desembocando en una verdad insoslayable: "me voy a decepcionar, nada puede ser mejor que este momento" sentenció.No entendía como había llegado, pero estaba ahí y era algo infinitamente real, mucho más real que todos sus últimos años. El timbre volvió a sonar.