Mi padre me llevaba al zoológico
tomado de su mano firme,
en la que lucía un anillo de oro
que tenía montada
una piedra negra
cuyo nombre había acunado
con fascinación: ónix.
Todo era irreal, luminosidad pura
transluciendo las arenas y la piedra
el acero y pequeñas nubes blanquísimas
que jugaba a ocultar
con mi globo siempre rojo.
El león, el cóndor, el oso
los monos, los jabalíes
las muchas tortugas
en la isla del añoso estanque
las diversas criaturas
a cuya inteligencia
mi mente infantil
fervientemente
deseaba alcanzar
entre largos silencios
que mi padre oportunamente
enriquecía con los suyos.
Y luego su irrecuperable voz
hablando sosegadamente
de la vida y de la muerte.
Cerca un manicero
tostaba sus maníes
en un brillante tambor
cuyos vapores
perfumaban el atardecer
que ya incendiaba
los distintos cielos
del regreso.