Domingo

Mi padre me llevaba al zoológico
tomado de su mano firme,
en la que lucía un anillo de oro
que tenía montada
una piedra negra
cuyo nombre había acunado
con fascinación: ónix.

Todo era irreal, luminosidad pura
transluciendo las arenas y la piedra
el acero y pequeñas nubes blanquísimas
que jugaba a ocultar
con mi globo siempre rojo.

El león, el cóndor, el oso
los monos, los jabalíes
las muchas tortugas
en la isla del añoso estanque
las diversas criaturas
a cuya inteligencia
mi mente infantil
fervientemente
deseaba alcanzar
entre largos silencios
que mi padre oportunamente
enriquecía con los suyos.


Y luego su irrecuperable voz
hablando sosegadamente
de la vida y de la muerte.

Cerca un manicero
tostaba sus maníes
en un brillante tambor
cuyos vapores
perfumaban el atardecer
que ya incendiaba
los distintos cielos
del regreso.