Alfredo Esposito

Ahora que a fuerza de llorar se me ha blindado el alma a cualquier dicha o hipocresía, entorpecido por las calumnias y la insensatez que quieren endilgarme, puedo, libremente, hablar sin remordimiento alguno de mis asesinados en el curso de los últimos seis años. Todos los meses uno. Rutinariamente.
La gente suele desesperarse en la búsqueda de detalles, arduamente quiere encontrar esa particularidad, esa marca que hace posible la identidad única y sorpresivamente pacificadora. Pero yo no quiero abandonar mi sinceridad ni mi sencillez, así que puede sentirse defraudado el asiduo de perfiles psicológicos o patologías complejas escondidas en varones normales. No importa, un viejo maestro mío siempre me incitó a decir la verdad y lo cierto es que, cada vez que le llevé el apunte, no me he arrepentido.

Pero ustedes no me conocen, apenas han leído unas líneas en el diario acerca de mi detención, nada, nada me conocen. Voy, entonces, a darle algunas informaciones y evitar, si puedo, la catarata de inventos que están pergeñando los directivos de los noticieros. Mi nombre es Alfredo Esposito. Nací en Concordia, Entre Ríos allá por el 1957. Mi madre era una gringa brava, seca, luchadora; a mi padre jamás lo conocí. Hubo una curiosidad en la adolescencia, pero nunca se pudo. Los años los pasé solo, nunca fui de hablar y la gente que quiso conocerme me atosigó la garganta con todas las modalidades de la falsedad. Claro que fui al colegio, claro que tuve algunos pocos parientes y vecinos, pero si esta es mi historia no es la de ellos, fútiles y fáciles caricias y rezongos que se olvidan al instante. ¿Y cuál fue tu vida? Estarán preguntándose a estas alturas. Bueno, mi vida fue una vida sincera de cautivante experimentos, con las necesarias convenciones del caso (supervivencia) y un íntimo descubrimiento que, en ocasiones, me sobresalta hasta el éxtasis y necesito agradecer no se a quien (noches sin dormir), y un acertado derrotero de actos precisos, algunos de ellos criminales dicen los jueces. Si alguno vio a un Juez o alguna vez se detuvo a indagar sobre la locura que esto pueda significar sonreirá conmigo. Pero no me quiero ir por las ramas, costumbre que practico y detesto, como algunas otras, y volvamos a grano.

De mi niñez puedo contar pocas cosas, ahora, cuando quiero recordar veo en blanco y negro algunas salidas a la laguna a pescar, algunas visitas a mi tía Euclides, con alfajores y coca cola, un poco después el club Sarmiento, donde, los domingos jugaba los partidos de la liga infantil, siempre con el número cinco. “Chico reservado y observador, parece más mayorcito” decía la gente. Carbonari, el entrenador era un tipo callado también, había jugado la interclubes con algún suceso pero una lesión lo había impedido de competir y lo había rezagado al entrenamiento, no pudo resistir la presión de las ligas mayores y se pasó a la infantil. A mi me decía Grillo, porque sabía que me gustaban esos insectos y los rescataba de las persecuciones de todo el mundo. De mamá recuerdo bien poco, o todo lo que recuerdo es lo mismo visto muchas veces, no sé. La memoria es una cosa que hace mas trampas cuando uno quiere usarla; caprichosa, viene cuando quiere y después nos deja al filo de una revelación que se diluye. Mamá era parca, poco afectuosa, más de actuar que de decir, nunca faltó el plato de comida y la ropa adecentada y limpia. Estaba, si, el agujero de papá, esa palabra que fui descubriendo entre mis compañeros revestida de adjetivos que buscaban una complicidad extraña a mis experiencias, y ese agujero estaba en mamá, en su doble carácter paternal con una renguera que me atravesaba el apellido. En fin, me fui acostumbrando. Los pibes en esa época eran otra cosa y la cargada era cruel, siempre las trompadas estaban en el fondo de las cosas. La maestra era tan liviana en eso que si le poníamos un hilo seguro que se iba para arriba, flotaba entre su San Martín y su Patria y no se que otros disparates.

Así fui conociendo las cosas. Mis primeros contactos con el poder me impresionaron de tal manera que los años no han hecho sino confirmar aquellas profundas intuiciones. Sea un guardapolvo blanco, un saco o un traje cortado en Italia, siempre visten la misma insensatez, cambian sí, los alcances, pero hoy sabemos que la tierra esta cubierta por donde se la mire de nombres, de historiadores y de políticos y su legión de operadores de cabotaje, de modo que nada queda ya por descubrir. El asombro de hoy es una cosa que sucede sin novedades, apenas es la misma semilla que volvemos a germinar. Pero, bueno, sigo con la historia. La adolescencia (término que acumulé luego) la pasé en afirmarme, me fui probando, hablé algunas cosas que, maduradas con la experiencia de buen observador, nadie supo corregir. La frase “padre de si mismo” es clara para explicar mi formación autodidacta y, manejada con cautela, algunas otras cosas. Pero yo les voy a dar la caña, ustedes tienen que pescar, ¿no?
Uno de esos días estaba sentado en el parque, era otoño, un colchón de hojas secas se movía como un organismo único de un lado a otro y yo me entretenía mirando. En eso se acercó un viejo que a mi edad parecía mucho más viejo, arrugado y vacilante se sentó al lado y me miró (lo supe por el rabillo del ojo, yo nunca miraba a la cara a nadie) y me di vuelta para mirarle la boca que se abría. Dijo- Vos seguro que sos virgen. Rápidamente desvié la mirada y me levanté para irme, pero el viejo seguía “se nota que te puse nervioso, no es un pecado, pibe, eso se soluciona, si tenes ganas de descargar, yo te puedo ayudar…” y me pone una mano sobre la bragueta. No me dieron las piernas para correr, cuando me di cuenta, sin aire, estaba en la puerta de casa. Se me mezclaron el asco y el miedo en una rápida profusión de golpazos. Mis certezas trastabillaban: había un pozo más profundo. En el asilamiento que siempre me acompañó tuve que hacer uso de mis habilidades de prestigiador, y, mediante un trabajo absorbente y mezquino, supe, tras unas cuantas semanas de esfuerzo, que podía ser otra persona cada vez que fuera necesario y que esa otra identidad no me molestaba ni me hacía menos personal, sino exactamente lo contrario, era una forma bendita de descubrirme.

Sabiendo que ahora podía guardar los tesoros para ocasiones especiales usando las monedas falsas para circular, empecé a caminar en el mundo con la precisión de un reloj. A los veinte la cosa estaba rindiendo frutos, pude ubicarme en el Banco de la Ciudad en un trabajo rutinario y sencillo que me daba las libertades que necesitaba para manejarme sin apuros ni justificaciones melindrosas, me establecí en una casita de las afueras del centro y pude, sobretodo, ver el asunto de las mujeres más de cerca. No se porque los hombres ven en las hembras asuntos complicados e indescifrables, a mi me bastaba con actuar como el viejo, o como el niño, según el caso para que la cosa marchara sobre ruedas. Si alguno está especulando conmigo, sea franco y revise su prontuario en estos menesteres y ya encontrará que algún amigo, padre, etc. que le ha dado los pasos a seguir. Que todos nos hemos estado copiando en lo que llevamos de historia.
Así entonces, sentía la certeza de haber ido acorralando uno a uno los desafíos para convertirlos en niñas asustadas que me miraban esperando mi próxima indicación. Otro asunto que la gente no comprende es el de los jefes. Compañeros de sesión, gente común como tantas, hacían las veces de polillas en la telaraña, se agitaban para escaparse y ahí es cuando se las devoraban. No era difícil, entonces, deducir la política adecuada y solo por quedarme quieto fui ascendiendo, encargado de caja, pasé a crédito y cuando me di cuenta era subgerente. Ahí supe campanear la tormenta y que el cuero no me iba a dar para más, entonces dejé de ser araña y me conforme siendo una discreta telaraña. Al menos en el trabajo que ya era cosa amansada como las otras.

Así había que buscar algo distinto para entretener los días. Lo de las mujeres estaba bien, pero cuando se suma unas cuantas ya se tiene unos patrones que, con leves matices, reaparecen en todas.
Entonces me pregunté si, para buscar novedades, era lícito usar el dolor de los demás. Pero no había acá nada del egocentrismo que quieren ver los psicólogos forenses (hombres estandarizados como pocos) ni la maldad que arguyen los católicos (y hago otro inevitable paréntesis: hombres que creen en un Dios que busca consentimiento para actuar) no, nada de esto, la explicación es bien simple: yo no tenía mayores sufrimientos, mi vida era un mecanismo aceitado y suave sin sobresaltos, ¿como, entonces, seguir?

Usamos de casi todas las maneras a los otros, pero el mundo hipócritamente aplaude cuando, después de arrinconarlos, avasallarlos y despojarlos de todo, lo abandonamos vivos a su miseria. Y es sabido que una vez miserable, miserable para siempre. Ahí se cruzaron las coordenadas y el cielo me dio una dulce tarea. Ya saben entonces que lo que algunos terapeutas llaman “la ilusión de alternativas” pudo bien poco conmigo. No había dudas, el capullo estaba a punto de estallar. No iba a ser yo quien pusiera un eslabón mas a la cadena, de esos tipos ya abundaba, no, yo iba a tratar de romperla.

No quiero entrar en descripciones minuciosas de lo que siguió, pocos estarán dispuestos y adecuadamente sensibilizados para entenderme en estos aspectos, éste es apenas un testimonio que abunda en aquellos lugares a los que el vulgo puede acceder si pone el conveniente empeño. Una cosa quiero dejarles, así como las mujeres se parecen tras los años de experimentarlas, así como los hombres nos repetimos, así, me fueron pasando los años. Pero algo supe, lo único que cambia es el sufrimiento, y en esto me he concentrado, supe que ahí estaba el nervio que mueve a este mundo anestesiado y opaco. Ahí es donde brilla la verdad como un preciso orfebre del futuro. Solo ahí me fueron prodigadas las lágrimas mas genuinas que un denodado buscador de la quintaesencia humana haya derramado alguna vez. Solo ahí mi alma agotada encontró algún descanso. Y ahí espero encontrarlos, algún día.