Esperaba eso

Estaba solo, siempre estaba solo.
Caminando por las estrechas calles del barrio oeste, sabía que la vida había dado un vuelco; inesperado o no, era prematuro para saberlo.
Nada estaba librado al azar y, paradójicamente, todo resultaba obstinadamente azaroso. Sentía que los astros se burlaban condescendientes, y su estúpido modo de esperar recompensas estaba haciéndose trizas. No quería verlo. Las cosas no iban como esperaba y él no quería verlo. Caprichosamente el hombre atravesaba uno de esos raros momentos, en que la presión aumenta más y más y uno, sabiéndose sobrepasado, al límite de sus actos, hace abuso de la arrogancia y pretende rebelarse, reafirmarse vaya a saber en qué; y se pierde, siempre se pierde.

Una estatua grisácea y rajada de la plaza, una postal de Madrid, algunos breves recuerdo de la infancia, ciertas revistas, algún párrafo de un libro, los viajes en el 120 al trabajo, fragmentos de charlas perdidas en la madrugada, la cotidianidad de sus lugares, algunos caramelos de menta, y el sobretodo raído levemente, eran los recuerdos evocativos que apuraba en su mente para revestirse con imágenes cinematográficas, distantes, capaces de neutralizar al rabioso animal que le brotaba de las entrañas. La visión de la sangre sin embargo irrumpía, roja, caliente, brusca, como una sedienta lengua que buscaba lamer sus zapatos. Es que él sabía que se equivocaba, o peor, que necesitaba equivocarse y trampearse con falaces urgencias, porque no hay más urgencias que las de la vida, o tal vez era todo lo contrario, ya lo podría ver más tarde, se dijo para calmarse.

El cielo se estaba cubriendo rápidamente de nubes negras, nada mejor que entrar en ese discreto bar de la esquina. Entró.
Pidió una ginebra y escuchó su propia voz por primera vez en días, no sabía cuántos. Le arrimaron un vaso de vidrio absolutamente liso sobre un pequeño paño verde. Bebió unos sorbos y comenzó a sentir el calor que bajaba desde la garganta irradiándose por todo su cuerpo. Alivio. Sintió alivio cuando los truenos comenzaron a vibrar en la inmediatez de los amplios ventanales vidriados y bajos.

Miró a su alrededor, una pareja animada, hablaba y gesticulaba a una velocidad que de alguna manera la hacía extraña a la escena, ¿por qué estaban allí? Había algunos hombres solos hacia el fondo del bar, ¿tres, cuatro? separados convenientemente por algunas mesas vacías. Era difícil distinguirlos entre sí, casi la misma postura bajo una débil luz que los aglutinaba en una falsa armonía.

Pidió otra ginebra y ésta vez decidió buscar mesa, se dirigió a una esquina algo irregular que se ubicaba casi bajo el televisor al que alcanzó a ojear mientras iba a sentarse, pasaba imágenes de una pelea callejera multitudinaria, filmada con bruscos movimientos de cámaras, habían silenciado el volumen.

Ya había tomado la tercera ginebra cuando hizo un gesto para pedir la cuenta. Pagó y salió a la calle. La tormenta ahora era una llovizna fina y pertinaz. Volvió las seis cuadras que ya había caminado y entró a su departamento. Prendió el tubo fluorescente de la cocina, abrió la heladera y sacó una botella que tenía algún resto de gin. Le dio largos tragos del pico hasta vaciarla. Luego de sentarse sobre la banqueta que estaba pegada a la pared se quedó inmóvil unos cuantos minutos hasta que, venciendo cierta resistencia de su cuerpo, se levantó. Buscó el cuaderno que siempre guardaba en el cajón de la mesa de luz junto a una vieja lapicera Parker azul, volvió a la cocina, se arrimó a la mesa arrastrándose sobre una de las sillas y escribió, una vez más, la fecha y la hora. Trazó una línea siguiendo todo el renglón y abajo, intentando ser lo más prolijo que le permitían sus reflejos puso: “hoy, maté a una persona, una persona que no conocía, Ya antes había pensado en hacerlo y está escrito en algunas notas de éste mismo cuaderno el modo y el motivo por el cual quería hacerlo. Bueno, hoy lo hice. No fue muy diferente de lo que tenía en mente. Esperaba eso. Me asombró la facilidad del cuchillo para penetrar la carne y el abundante sangrado. Hay que decir que el punto en el que lo acuchillé fue bastante preciso, y casi no tuvo tiempo de darse cuenta que se moría. Seguramente se desplomó ya muerto. Tuve suerte, nunca le vi la cara.”

Cerró el cuaderno, enganchó la Parker en la tapa y lo puso en su sitio. Vio por la ventana del dormitorio que ya no llovía, un viento fuerte balanceaba las gruesas ramas de los plátanos. Se sentó a un lado de la cama y esbozó un gesto ambiguo en el que se mezclaban el asco y cierta autocomplacencia.
La certeza que anhelaba horas antes le fue llegando gradualmente hasta embargarlo por completo: “sí -pensó- es verdad que éstas cosas cambian a un hombre para siempre”. Y se tendió en la cama boca arriba esperando el sueño.