Noche

Los árboles de viejos patios
levantaron sus raíces
quebrando las baldosas
mucho tiempo atrás.
Sus ramas negras, rugosas, retorcidas
parecen esperar todavía
el abrazo del infierno mismo.

La gran luna
sube desde el horizonte,
su espléndida luz va recortando
los perfiles de angulosa maqueta
que mis hermanos y yo
llamamos nuestra ciudad.

La cara asustada de un niño
está pegada a los vidrios
hipnotizando por sus primeras
noches sin cuento y sin canción,
sin testigos de esa libertad
que necesitará otros artificios.

Una neblina densa y aguachenta
lentamente baja y envuelve
las calles y sus faroles.
Tan cerrada y húmeda es
que puede confundir a cualquiera,
llevarlo a dar el giro equivocado,
llevarlo vaya a saber donde.

Una joven mujer llora de pie
sobre un umbral grisáceo
de una vieja puerta
sin cubrirse el rostro.

Mientras varios perros enérgicos
mojados, corren y entierran
sus patas en el barro
oliéndose y ladrando
siempre hacia arriba.

Sobre la vieja chapa
de la casa abandonada
las paredes van cediendo
a las rajaduras que se abren
como oscuras venas agotadas.
El larguísimo pasillo ciego
se angosta entre macetas rotas
y formas oxidadas, retorcidas
que asfixian definitivamente
cualquier promesa de novedad.

Las ventanas sin cortinas,
sin una sola cortina,
abren y cierran su pozo negro
al sincopado ritmo
de sus marcos chocándose
desvencijados,
que suenan
lejanos y tardíos.

Los gatos son rápidas sombras
que dejan adivinar alguna pelambre
algún color marrón o gris
entre sigilo y sigilo.
Están saltando, trepando,
maullando, calculando,
devorando, escapando,
siempre alertas con sus ojos
de líquido y cristal,
miran ese otro espacio
más allá
de nuestra oscuridad.

Los últimos pájaros
vuelan altísimo
buscando lejanos refugios
sus negrísimos ojos
seguramente miran la tierra
de tanto en tanto

Y esa misma mirada
posee a un anciano
de un tren nocturno sin destino,
absorbido
por el vértigo, en trance,
el movimiento cruza
la oscuridad inmediata
aleatoreamente interrumpida
por débiles conos de luz.
Todo parece resistir
al sol inevitable
que tibiamente
arrastra sus primeras luces
y empuja cada centímetro
de la noche,
recreando mares, montañas,
calles, plazas, hombres,
cemento, y casas
para ese distinto sueño
vigilado y certero
que llamamos día.